jueves, 9 de diciembre de 2010

Nuestra alma de olas

...y volvemos. Exhaustos, con robín en los codos y rodillas, tiznados los ojos de un cansancio metálico que aumenta el peso de nuestros párpados, no queremos ver...o no sabemos ver. Pesan, también, las piernas mientras se alzan temblorosas y hundidas en la arena mojada, hacen falta las manos, los brazos, de nuevo, para alzarse. Y la piel con clapas de sal seca, sabores que con anterioridad amábamos y que ahora nos piden un poco de agua para diluirlos y hacerlos más llevaderos.

Se enredan los dedos con las algas secas, la arena se cuela por debajo de las uñas y la sensación de habernos dejado algo atrás nos imprime un aire de naufragio narcisista. Pero no nos achicamos. Seguir los restos hasta la costa se vuelve una primera motivación para llegar al centro de no sabemos dónde. Pero queremos llegar. Levantarnos. Clavarnos las astillas a sabiendas del dolor. Porque el agua salada todo lo cura, menos las regatas de nuestros sentimientos que decidieron marchar en dirección contraria. Mar adentro.

Sentados en la costa las vemos partir. Y volvemos a levantarnos.



martes, 7 de diciembre de 2010

Amaneceres

He despertado con la misma sensación del día anterior, el estómago lleno de vacío, de torbellinos con aire de tormenta e inevitablemente, asomándome a empujones a un precipicio con forma de libreta. La misma espiral que une las hojas amenaza con no dejarme ir, con engancharse quejumbrosa a los hilos de una historia que hace años va intentado salir, huidiza, tímida, a retales como una colcha de patchwork lanzando un mensaje caótico de colores y texturas.
Y hace frío. No tengo más remedio que cubrirme los hombros con ella.

A veces los silencios dicen más que las palabras pero en este caso yo las necesito, aferrarme a ellas como una boya para seguir a flote, tomar aliento para volver a hundirme en un agua donde no hay ruidos ni barcos. Son salinas de tiempo estancado y una parálisis difuminada en colores marinos. Un descenso, de nuevo.

Y ahí está la libreta, en la orilla, con sus hojas bailando al aire, pasando rápidamente con mi letra, mis palabras, mis pedazos de segundo que un día intenté que no desaparecieran cuando soy yo mismo el que los ha dejado morir, cerrándolos en tinta, entre dos cubiertas. Apilándolos como si no fueran más que una mercaderia cualquiera entre todos los libros que tengo encima de la mesa por leer. Quería más palabras, más visiones. Pero olvidé cuáles eran las mías.

Con la boca llena de sal y algas llego exhausto hasta la arena y comienzo a leer la primera hoja escrita...